Desde que los griegos se inventaron eso que llamamos democracia, las cosas han cambiado bastante. Hay ahora sondeos, encuestas, entrevistas, focus groups, análisis de imagen y mercadeo de los candidatos. Hay votaciones directas e indirectas. Hay conteos oficiales y no oficiales, esos que llaman a boca de urnas. Muchas de esas cosas que, desde los griegos, se venían haciendo manualmente; ahora se hacen por medio de procesos automáticos.
Queda poco del antiguo sistema de gobierno por discusiones directas, en un espacio limitado y público (el ágora), en el cual solo votaban los ciudadanos libres (hombres y no esclavos), cabezas de familia (esto excluía a los artesanos, por ejemplo) y emancipados (no bastaba ser mayor de edad, había que tener familia propia y ser capaz de ir a la guerra). Ahora, en la mayoría de las repúblicas, hay separación entre religión y Estado. Las mujeres votan, también los jóvenes de más de 18 años. Hace más de un siglo de la abolición de la esclavitud, y aunque persiste la trata de personas hemos llegado al consenso casi universal de que es un delito.
En la organización de decisiones democráticas, ¿qué beneficios tiene lo manual frente a lo electrónico? Quizás, antes de atender a esta pregunta, habría que recordar que la tecnología ha irrumpido en muchas áreas de nuestra vida. A veces para bien, otras no tanto. Ahora, por ejemplo, contaminamos más el planeta. También somos muchos más. Las repúblicas, los estados y países también tienen, en general, mucho más gente. Si los griegos hubiesen tenido que organizar una elección o referendo con un padrón de 10′.000.000 de votantes, seguro habrían pensado dos veces en establecer la democracia como su forma de gobierno.
Para complicar más las cosas, hace menos de un siglo la sola existencia de un telégrafo era toda una señal de progreso. Ahora existe internet, hay teléfonos celulares y redes sociales. A veces las manifestaciones y protestas se convocan por correos electrónicos, mensajes en el “muro” o “twits” (“trinos”); lo cual es uno de los dolores de cabeza de los sistemas de seguridad y policía pública. Algunas de ellas, por cierto, ahora están empleando esas redes sociales para rediseñar los protocolos de seguridad policial. Algo similar pasa con la prensa, también con los espías. Decía Umberto Eco con cierto desparpajo, que el reciente escándalo de Wikileaks lo único que mostró es que antes, durante la guerra fría, la prensa se nutría de los informes de los espías. Ahora son los espías los que rellenan sus informes con notas de prensa, facebook y de twitter. Tal como al protagonista del Péndulo de Foucault, terminamos persiguiendo a Julien Assange por descubrir que la más grande sociedad secreta moderna (la CIA) en realidad no guardaba ningún secreto.
Volviendo a la cuestión de la democracia y sus métodos; quienes defienden los modernos procesos electrónicos nos ofrecen, esencialmente, rapidez de procesamiento. Con los medios modernos se puede saber el estado de cualquier sondeo a tiempo real; lo cual equivale a decir que se puede incluso mirar cómo va evolucionando la tendencia de la consulta mientras esta misma se desarrolla. Esto es, podemos tener un mapa instantáneo de la votación, en cualquier momento del proceso.
La mayor crítica de los detractores radica en la confiabilidad de los resultados y en la transparencia del proceso mismo, más que en la celeridad de cálculo. Sucede que, en general, las matemáticas y la computación no son disciplinas especialmente populares. Los algoritmos (procesos ordenados) de cálculo en lenguajes de programación especiales, convierten a las computadoras en pequeñas cajas negras como las de los aviones. Cierto que no todo el mundo es capaz de verificar la transparencia de un algoritmo dado. Falso que nadie pueda hacerlo. Cada bando de la contienda electoral puede disponer de suficientes técnicos para las verificaciones y, en unas elecciones serias, debería ser posible (ésta es la palabra clave) auditar el proceso de cómputo.
Cuando hay una gran desproporción entre las partes que van a la consulta, el contendiente más pequeño puede tener serias desconfianzas sobre el proceder del contendiente grande. Como algunos dicen, “quien controla la información controla la democracia”. Esto puede ser cierto, pero no deja de serlo porque empleemos métodos más viejos o precarios. Las objeciones sobre la injerencia de algún actor político dentro del proceso electoral han sido siempre las mismas. Las soluciones encontradas hasta ahora no han distado mucho, a lo largo de la historia. Constituimos un “árbitro imparcial” (con todo lo difícil y objetable que es esto, en sí mismo) que por su naturaleza se halle fuera de la contienda (si es que esto es posible). Vale decir, armamos un organismo público, un consejo-comité electoral. Nos ponemos de acuerdo en quiénes son las personas calificadas para auditar el proceso de la elección.
En cada nuevo ejercicio democrático, en cada nueva elección, volvemos en el fondo a definirlo todo: los actores, los árbitros, la cuestión a dirimir y el proceso para contar y decidir. Cada ocasión es nueva. Podemos hacer una gran asamblea donde todos presentes decidamos el punto crucial levantando la mano; esto funciona bien cuando hay pocos electores, como en una junta de condominio, y tiene la ventaja de la transparencia automática: si todos estamos presentes a la hora de contarnos es imposible hacer trampa. Cuando somos muchos, como suele ser el caso, el mayor escollo a superar es la confianza mutua de las partes. La desconfianza no es tanto en un proceso determinado, manual o electrónico, moderno o antiguo; sino hacia algún actor determinado. No todo ha cambiado desde la época de los griegos. Pero si no hacemos las elecciones, si torpedeamos toda forma democrática de decidir, entonces simplemente ganará el más fuerte, quien controle las armas y no los argumentos. Favoreceremos las vías de hecho sobre las decisiones negociadas.
Como decía mi filósofo favorito, el mexicano Mario Moreno: “O nos comportamos como caballeros, o como lo que somos”.